11.21.2006
11.20.2006
11.17.2006
Tan extraordinarios.
Los letreros eran puestos en la madrugada, antes que las personas salieran a sus trabajos o a lo que fuera. Tenían una fina caligrafía hecha a mano, y todas sus letras eran retocadas con trazos que me recuerdan los manuscritos medievales (o como los créditos de algún video de Mago de oz.). Nadie sabía que significaban esas palabras que aunque simulaban cierto candor romance, despertaban horripilantes dudas. No se si fue hace un mes o seis que estos extraños carteles empezaron a aglutinarse en las calles, pero si estoy seguro de que la ciudad no es la misma, y que estos carteles deben ser obra del mismo diablo. De aquel que se apareció en Juanchito y le pedía a su pareja que pasara lo que pasara, jamás viera sus patas de animal de corral. Me imagino que hasta para el diablo existen ciertas predisposiciones para lo social.
Hoy salí después de pasado el medio día. No acostumbro salir de mi casa a menos que el exterior proponga con exactitud algún vagar excitante. A un expendio de Roche o la rockola del barrio. En lo personal, me incomoda profundamente esa luz violeta que lastima, y como soy un especialista para extraviar lentes de sol, mi mano sobre la frente en permanente saludo militar soy yo a esta hora.
Nada era diferente. La misma angustia previa a la llegada del ascensor. Ojala nunca vuelva a compartir este espacio muerto como la vida con vecinos impertinentes. Sobre todo de niños. Me asustan en verdad esas caritas que se convertirán en lo más despreciable: Adultos. Esta vez no había nadie en el ascensor, así que un corto examen dermatológico me sirve de pasatiempos. Ya se que cuando el dispositivo electrónico que da cuenta de la llegada al quinto nivel, es en verdad un llamado a recomponer mi enigmática figura de existencialista tardío. Las puertas se abren y salgo rápidamente mientras trato de adivinar la postura que debería tener la espalda, pero años de muerte hacen irremediable sufrir los dolores que algunas veces me obligan a madrugar.
Yo no madrugo a menos que sea absolutamente necesario, o como dijo alguna modelo, por menos de 10.000 euros o algo así. Podría ser mucho más o mucho menos. Creo que he cambiado de parecer. Ni por más de 10.000 euros, porque esa oferta es improbable. ¿O con Don Francisco de por medio?
-Buenos días doctor.
Aprecio enormemente el calificativo. Y lo hago porque el celador en su oficio de sicario del tiempo me demuestra minuto a minuto que es mucho más docto que yo, además de no tener la menor idea de la clase de doctorado que poseo: Doctor de la provocación, el ocio puro y la divagación sin propósito. Si supiese una millonésima parte de lo que me mueve en la vida, seguramente en vez de saludar se voltearía y esperaría que con mis propias manos activara el dispositivo que abre la puerta para salir de mi casa como Indiana Jones de algún templo prehispánico. Los letreros estaban ahí. Adheridos como carteles de circo mexicano en el poste de luz justo en frente de la corte suprema de la muerte con uniforme y arma de dotación.
A primera vista parecía tratarse del anuncio de una fiesta electrónica de esas que duran la eternidad de una noche con su madrugada. Me acerqué poco a poco a la espera de que esas letras me hablaran, mientras descubría que referirme a escritos mágicos que aparecen sobre los muros de la urbe resulta una anécdota trillada hasta el olimpo. Pobre de mí. Pero lo importante para este caso era poder conocer de primera mano la piedra filosofal de la impresión callejera.
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